jueves, 8 de octubre de 2009

la señora de gomez


LA SEÑORA DE GOMEZ.-

Ella no se llamaba ni por asomo “señora de Gomez”.
Se llamaba Lucrecia Mazachessi y fue soltera toda su vida.
Trabajaba en una oficina y en su casa, donde cuidaba tres gatos y un perro además de las tareas del hogar, que lo tenía bastante bien cuidado.
Así pasaban sus días, también a veces releyendo apuntes de la facultad de derecho donde años atrás había intentado hacer la carrera.
Demás está decir que vestía muy sencillamente, se diría una vieja desalineada, pese a que físicamente se conservaba bastante bien, ya pasando los sesenta.
Pero había una vez en el mes en que doña Lucrecia era, por un día, la señora de Gómez.
Mientras tanto pasaba sus días en el tranquilo barrio de Boedo; sus días demasiado tranquilos, entre sus gatos y su perro.
Con su eterno batón negro y sus ojotas gastadas iba de aquí para allá en aquella casa demasiado grande, que gracias a eso la entretenía.
La cocina, las plantas, los pisos (que siempre había que limpiarlos) y los apuntes de derecho.
Pero nadie sabía que doña Lucrecia hacía que el tiempo pasara rápido, para que llegara su día, su gran día de una vez por mes.
Era un arreglo que a Lucrecia le había costado conseguir, también una decisión que le había costado tomar; un paso hacia una locura, una estupidez que sin embargo la había llenado de felicidad de a poco, gradualmente.
Los segundos viernes de cada mes (esto podía variar, según la disponibilidad del “señor Gómez”) Lucrecia cambiaba como la noche se transforma en día.
El señor Gómez era un apuesto joven, morocho él, con físico trabajado por el gimnasio y ropa deportiva de marca. Un verdadero Adonis.
Pero no era más que un simple figurón taxi boy a quién Lucrecia pagaba bien, sólo para que realizara con clase aquella parodia, y no le contase a nadie.
“Gómez” sabía que los segundos viernes de cada mes, debía encaminarse a la lujosa confitería a pocas cuadras de la casa de Lucrecia, a la hora señalada.
Ese día Lucrecia empezaba a “producirse” desde temprano.
El día anterior ya se había gastado sus buenos pesos en una cotizada peluquería.
Después de una larga ducha llena de fantasías, se bañaba en un caro perfume.
Luego venía la indumentaria. Zapatos rojos de taco aguja, medias sensuales o sin medias, pollera muy corta.
En una hora podía decirse que Lucrecia rejuvenecía 10 años, pareciendo, por su look , una prostituta veterana y cotizada.
Enfundada en un vestido corto y ajustado, hasta con cartera al tono de los zapatos, amplio escote aunque fuera pleno invierno.
Se encaminaba a la confitería a paso rápido pegando fuertes tacazos, como para que todas las “chiruzas” del barrio se enteraran de que ahí pasaba “ella”, rumbo a su misterioso encuentro.
Se sentaba en una de las mesas de la confitería, adentro en invierno, afuera en verano. Cruzaba sensualmente las piernas y esperaba que la atendiera el mozo.
A ese mismo mozo Lucrecia le había contado su inventada historia. Sabía que contarle a ese mozo era para que todo el mundo se enterara… y eso era lo que ella más deseaba.
Que se había casado hace varios años con ese apuesto joven morocho, que se habían divorciado por “incompatibilidad de caracteres”, pero que seguían manteniendo una “buena relación”. Además de “otras cosas” que Lucre había dejado entrever al mozo que todavía continuaban con el joven.
No habían sido ni novios, ni amantes, ni un pequeño affaire, habían sido nada menos que marido y mujer (según la historia de Lucrecia); eso la excitaba más aún.
A los pocos minutos en los que ella devoraba lo más sofisticada y eróticamente un té con masitas, llegaba él con su mejor ropaje deportivo.
Pasaban el mayor tiempo posible. El pedía un café o un coñac caro, hacía incluso como que pagaba él, como buen caballero (pero en realidad después Lucrecia cubría todos los gastos). Se tomaban de vez en cuando de las manos, se miraban con indisimulado ardor. Todo era una perfecta actuación.
El mozo venía creyéndose hace ya años esa película. Por lo demás, siempre habría un gil del barrio tomando algo, o que pasara por la vereda y viera esa caliente charla entre el joven galán y la veterana maquillada.
Después llegaba el momento de la retirada, que debía tener un fuerte tinte sensual, ya que Lucre quería insinuar a todos los que miraban que, después de la charla, seguramente iban a acostarse juntos.
Se dirigían a la puerta del bar fuertemente tomados de la mano y mirándose con una sonrisa cómplice.
Salían a la calle de la misma manera.
Caminaban algunas cuadras, y llegaba el momento de la despedida, con un simple beso en la mejilla.
Lucrecia volvía taconeando hacia las cuadras de su casa, cuando ya el sol caía.
El “señor Gómez” ya estaría rumbo a su casa o al encuentro de alguna dama solitaria o caballero gay solitario necesitados de sexo express y rápido.
Llegaba y abría su puerta siempre con la cabeza erguida y su andar cadencioso.
Ahí la esperaba la soledad de su casa. Pero ya todas las cosas tenían otro sabor.
La parodia se había montado una vez más y ella estaba colmada de placer.
El maquillaje y la ropa sensual iban cayendo.
Volvía a ser de a poco la doña Lucrecia del barrio. La señora de Gómez.
La esperaban sus tres gatos maullando como criaturas alborotadas, su perro, las plantas del balcón, sus apuntes de derecho, la eterna foto de sus finados padres… ésos eran sus únicos amores.-
Miguel Gary.-