domingo, 9 de agosto de 2009

el cuento sin fin


EL CUENTO SIN FIN.
Yo era un hombre feliz como cualquier otro.
Salía a trabajar todos los días y con mi esfuerzo mantenía un departamento como en el que estoy ahora preparándome el almuerzo.
Claro, tenía mis diferencias como cualquiera.
Yo era soltero y cuando la soledad y el silencio comenzaron a cansarme decidí coleccionar pájaros.
Trataba de tener un solo ejemplar de cada especie, aunque en algunos casos me daban lástima y buscaba la parejita para la hembra o el machi según el caso; como lo hice, por ejemplo, con las urracas.
La colección tarda en formarse.
Las causas de esta demora son varias. La falta de tiempo, a veces del dinero suficiente para comprar ejemplares caros.
Y por supuesto, la difícil tarea de ir aprendiendo cómo se cuida cada especie, qué se le da de comer, etc.
Pero las ganas lo pueden todo.
El tema es que poco a poco, logré tener una colección estable de unos treinta y cinco tipos de aves diferentes (de las que pueden vivir en cautiverio), que ocupaban gran parte de mi departamento; casi más de lo que ocupaba yo con mi modesta cama, mis muebles y todo lo demás.
El piar de los pájaros me pareció en los primeros tiempos el mayor problema, un sonido ininterrumpido que no dejaba lugar al silencio ni siquiera por las noches.
Pero el amor a un animal hace que uno comience a querer también a su onomatopeya.
Al poco tiempo me hubiera resultado inconcebible vivir sin el piar cercano y estridente de cuatro o cinco aves.
Descubrí qué mal viven los hombres que no escuchan pájaros.
O ésos que apenas tienen un triste canario y creen que su gorjeo solitario puede significar alguna compañía. Que me disculpen.
Verdadera compañía era la mía, una verdadera enorme familia cantando para mí, espantando mi soledad hasta hacerla desaparecer.
Amaba a esos pájaros como a hijos, como a hermanos, esposas, amigos.
Pero un día empecé a sentir que una extraña contradicción ensombrecía mi vida pajarera.
Para que esos seres alegraran mi vida DEBIA tenerlos encerrados.
Me querrían igual si abriera las puertas de sus jaulas?
Se quedarían, aunque sea por piedad, para seguir cantándome?
Yo sabía que todos saldrían.
Y si dejaba abierto el ventanal se irían incluso del departamento, uno por uno, hasta el último.
No debería ser el único hombre que tuviera pájaros y que sintiera lástima por tenerlos cautivos.
Finalmente tomé una decisión. Iba a abrir las puertas de todas las jaulas.
Una por una, comencé a abrirlas.
Pero esta peligrosa decisión significó la segunda GRAN ALEGRIA de mi vida.
Ninguno salió de su jaula. Ni las aves exóticas que suelen ser rebeldes, ni el churrinche, ni el mixto, ni el zorzal.
Me imaginaba que los pájaros típicamente caseros como el canario o el jilguero no se irían. Pero esa demostración de afecto, de ver que los días pasaban y ninguno, ni las atrevidas urracas abandonaban sus jaula, me conmovió.
Más aún, el cabecita negra salió y revoloteó un poco por la habitación, y luego volvió a su jaulita.
Así pasaron semanas, hasta meses.
Hasta que un día, en una tarde de sol, el azulejo o “siete colores”, uno de los más queridos por mí, bajó de su jaula y se acercó al balcón.
Se detuvo durante unos segundos que se me hicieron interminables. Sentí como si me mirara.
Luego miró hacia un árbol de la vereda, y con un vuelo rápido, en el que decidió de un impulso su destino, como lo hacen los seres libres como los pájaros, se cruzó hasta el árbol.
Afuera la selva de cemento rugía con sus autos, y miles de gorriones cantaban al sol de la tarde.
Ya me había abandonado uno de mis emplumados y parlanchines compañeros.
Lo esperaban los árboles, sus amigos los gorriones, los peligros de la ciudad: la libertad.
En lugar de tristeza sentí alivio.
Una jaula vacía.
Cual sería el próximo?
El churrinche, con su pecho rojo fuego, parecía mirarme fijamente.
Lo miré. Me miró. Lo miré. Me miró.
Vi la tristeza en sus ojos, y en su pensamiento.
Que no era otro que el pensamiento colectivo de todos los pájaros, de mí mismo, del hogar.
Era una mezcla de euforia y tristeza.
Sabía que mañana, cuando llegara por la tarde, el churrinche se despediría de mí.
De la misma forma que el azulejo, el churrinche remontó vuelo desde mi balcón.
Esta vez, los demás pájaros saludaron con un canto su partida.
Y así, de a poco, cada tarde, se fueron yendo. El cabecita negra, el mixto, después la urracas.
Los pájaros exóticos que me habían salido tan caros. Una pajarita hembra del Brasil me causó mucho dolor al partir.
Ojalá volando llegara algún día a su querida y verde patria.
Las jaulas se fueron despoblando. A pesar de que todavía me quedaban unos diez pájaros empecé a sentir el silencio.
Por primera vez en años volví a escuchar la radio.
Son esos primeros amagues que nos hace la soledad antes de pegarnos el golpe del definitivo knock out.
Pero la oía sin escucharla. No sabía ni las noticias, ni la clase de música que pasaban.
Nada se comparaba al trinar de mis pájaros.
Pasaron los días terribles.
Cada tarde era una despedida. Un cato menos, una jaula vacía.
Quedaron finalmente tres amiguitos.
Los mejores cantores: el zorzal, el jilguero y el canario.
Quizá para darme una especie de concierto final. Pero el zorzal y el jilguero también se fueron un día.
Me quedé a solas con el canario.
Admiré el compañerismo heroico de este pájaro. El canario es muy hogareño.
Todos los días, me levantaba con un deseo cruel y egoísta: bajara la puertita y cerrarle la jaula.
Una mañana me acerqué.
Era tan simple no quedarme solo.
Moviendo una trabita con el dedo la puerta se cerraría y el canario se quedaría conmigo para siempre, hasta su muerte o la mía.
Lo hice.
Con ese insignificante movimiento lo dejé encerrado.
Me senté a tomar mate mirando la jaula del canario cautivo.
Reflexioné. Pocas veces el pensar demasiado produce buenos resultados.
Esta vez el resultado de mi reflexión fue bueno.
Me levanté y le abrí la puerta.
El mejor canto que jamás le había oído brotó de su garganta de pájaro.
Aún así, pasó unos cuantos días conmigo.
Una atmósfera de soledad empezó a invadir mi hogar.
El canario y yo.
Sin T. V., ni parientes, ni amigos.
Una tarde saltó de la jaula.
Con timidez se acercó al balcón.
Me acerqué. Arrimé mi mano y se posó en mi dedo.
Pío con tristeza y me miró.
Lloré; pero no cerré mi puño.
Bajó de mi mano, se acercó al borde del balcón, y se echó a volar.
Me quedé solo.
Me quedé un rato más en el balcón. Quería escuchar los ruidos de la ciudad.
De alguna forma, ella responde.
Al día siguiente llegó el final.
Me fui sin equipaje.
Sin comer y sin avisar que me iba.
Sin destino.
Como volado sin alas, caminé calles y calles.
Tuve sed, hambre, calor, frío. Hasta compañeros circunstanciales de esa vida de soltería y rebusque…
No hay nada más lindo que el hogar. No hay nada más lindo que los pájaros.
Quién viviría en mi casa ahora?
Fuera quien fuera, algún día se iría.
(Por más cautiva que fuera esa alma, Dios se acuerda de darle alas a todas. Algunas vuelan como águilas. Otras apenas pegan unos saltitos, pero miran el cielo.)
Quién sabe, a lo mejor algún día nos encontramos.
Si eso sucede, tengo mucho para contarle sobre pájaros.

Miguel Gary.-


(diploma de honor 3 certamen internacional de poesía y cuento libre Ateneo de las Letras, 1999.-)

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